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Las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China han resurgido con la reciente imposición de nuevos aranceles. Washington estableció un 10% sobre todos los productos chinos importados, y Pekín respondió con tarifas del 10% y 15% a bienes clave de EE. UU. como gas, petróleo y automóviles. Además, China incluyó a dos empresas estadounidenses en su lista de «entidades no fiables» y abrió una investigación contra Google, elevando aún más la disputa.
El conflicto se basa en varios factores. Primero, el desequilibrio comercial: EE. UU. enfrenta un déficit de 270.000 millones de dólares con China. Segundo, las acusaciones de dumping y subsidios estatales chinos, que según Washington afectan la competencia global. Tercero, las restricciones tecnológicas, con EE. UU. limitando la exportación de semiconductores mientras China busca independencia en este sector. Finalmente, las tensiones geopolíticas, donde la creciente influencia de Pekín y su relación con Taiwán preocupan a Washington.
Esta no es la primera disputa de este tipo. Durante su primer mandato, Donald Trump impuso aranceles a cientos de miles de millones de dólares en importaciones chinas, a lo que Pekín respondió con sanciones propias. En 2019, ambas naciones lograron un acuerdo parcial, pero las promesas de aumentar las compras de bienes estadounidenses no se cumplieron completamente. Con la administración Biden, los aranceles se mantuvieron, aunque con un enfoque en restringir el acceso chino a tecnologías estratégicas.
El impacto de esta guerra comercial podría ser significativo. Los consumidores enfrentarán precios más altos, las cadenas de suministro se verán afectadas y la incertidumbre económica aumentará. Además, si Trump regresa al poder en 2025, se espera que las medidas arancelarias se endurezcan aún más, lo que podría desatar una escalada sin precedentes en la disputa comercial global.